Marcelino Champagnat, el Santo de los Andamios
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Las huellas de la historia siempre son recientes y cálidas para quien las sigue; y siempre resultan lejanas para quien nada tiene que ver con ellas o sigue otros senderos.
Todo suceso, por insignificante que parezca, se convierte en acontecimiento
– hace historia – para quien le toca de cerca, para quien lo vive en su propia carne.
Muchos 18 de abril ha conocido y conocerá la historia. Para la inmensa mayoría de los habitantes del planeta el 18 de abril de 1999 fue un domingo más, o ni siquiera lo consideraron como domingo. Sin embargo, para la amplia Familia Marista sólo habrá un 18 de abril, el de 1999. Ese día Marcelino Champagnat, su Fundador, fue proclamado Santo por el Papa Juan Pablo II en la Plaza de San Pedro. Unos quince mil peregrinos, venidos de los cinco continentes, sentimos la emoción de un acto tan singular y alzamos nuestro canto de gratitud con un flamear de bufandas multicolores. Muchos miles más lo hicieron, a su manera, en sus propias casas y países.
Un radiante sol primaveral, de la Roma eterna, celado en ocasiones por nubes juguetonas y eclipsado otras por breves e intensos chaparrones, fue un símbolo y quizá también un presagio. La santidad de Marcelino será luz guiadora para el camino, no un sol aplastante en su cenit. Su santidad es y será siempre muy humana, muy de andar por casa; con más luz que sombras, cierto, pero también con sombras, como es nuestro caminar cristiano y humano. Su santidad será lluvia fecunda (como "agua de mayo", aunque el calendario marque abril o diciembre) para cada uno de sus seguidores, para su obra, para la sociedad, para la Iglesia.
Marcelino Champagnat no necesitaba la Canonización: su santidad no ha crecido con la proclamación oficial de aquel18 de abril. Pero la necesitábamos nosotros, todos los que bebemos en la fuente de su espiritualidad, los que intentamos vivir a la zaga de su huella, los que nos sentimos orgullosos y retados por su herencia, los que cultivamos su heredad. La marea multicolor, entusiasmada, de la Plaza de San Pedro era reflejo de una promesa cumplida, de un adviento centenario (en 1896 se introdujo su causa), de un clamor repetido durante generaciones, de un lema ("Un corazón sin fronteras") válido siempre pero nunca tan concreto y palpable como en el hoy, que entrelaza a religiosos y seglares en la acogida de esa herencia y en hacerla fructificar.
Marcelino ha sido elevado a los altares, en expresión clásica, no sé si afortunada. Pero esa elevación no lo alejará de nosotros, no lo recluirá en una hornacina con pinceladas dulzonas de un mundo etéreo, no lo mitificará haciéndolo objeto de admiración inalcanzable. No. Marcelino seguirá siendo "hijo de la Revolución" (en cuyo año nació), el campesino de Rosey, el sencillo cura de La Vallá más una veintena de aldeas circundantes, en un paraje pintoresco e intrincado del Macizo Central.
Marcelino, Santo, seguirá siendo el catequista a quien le queman las entrañas los Montagne que encontró en su camino pastoral y previó su sensibilidad apostólica. Seguirá siendo el Fundador y Padre de una Comunidad de Hermanos (dedicados), compartiendo sus penurias y estrecheces, su rudeza y cariño; comunicándoles sus intuiciones y proyectos, su espíritu y talante.
Seguirá siendo el formador de maestros consagrados que sanen la incultura de la niñez y juventud, sobre todo de las dejadas zonas rurales, procurando hacer de ellos "buenos cristianos y honrados ciudadanos".
Marcelino, Santo, seguirá siendo el sacerdote que no se avergüenza de encallecer sus manos con la azada, el pico y la paleta, precisamente por sacar adelante, sin medios humanos ni económicos, la obra que lleva el marchamo y el discernimiento del"Dios lo quiere". Seguirá siendo el guía, acompañante y estímulo de las pequeñas comunidades y escuelas que ha ido sembrando aquí y allá en respuesta a más demandas que las que puede satisfacer. Seguirá siendo el hombre práctico, que desconoce los vericuetos de las grandes teorías pedagógicas o de vida espiritual, pero que, como educador nato y perspicaz, brinda a sus hermanos unos principios pedagógicos de vigencia perenne y unas claves de acercamiento a los niños y a Dios impregnadas de sencillez, aprecio, confianza, amor, cercanía, presencia.
Marcelino nunca soñó que su santidad subiría a los altares, pero tenía muy claro –y así nos lo transmitió y dejó como legado– que seguir a Jesús, al estilo de María, es un compromiso apremiante de caminar hacia ella. Por eso mismo, cuantos nos miramos en él no vamos a dejar que la Canonización nos secuestre a Marcelino. Tenemos ya demasiado cercana y atrayente su figura como para envolverla ahora en vitrinas de museo o encaramarla a peanas inaccesibles u hornacinas de angelismo inimitable.
Champagnat seguirá siendo nuestro Fundador y Padre, nuestro guía y modelo, nuestra inspiración y acicate, nuestra referencia y llamada,... como antes, como siempre, pero con un vigor más fuerte e intenso, con un frescor más primaveral, con una identidad más definida y madura, con una firma más auténtica y autentificada.
Otro simbolismo –fortuito, pero providencial– enmarcó su Canonización el día 18 de abril de 1999. El retrato de Champagnat, y su persona con él, no subieron a la gloria de Bernini, ni siquiera a la loggia de la fachada de San Pedro. Para algunos, el andamiaje que ocultaba dicha fachada para su acicalamiento de cara al 2000 afeaba la ceremonia y dejaba a Marcelino colgado en la sombray el desdoro. Otros lo vimos con ojos diferentes. Marcelino encaramado en el andamiaje estaba en su sitio, él que tantas veces se subió a los andamios... ¡que lo diga, si no, la casa madre del Hermitage!... Ese es el Marcelino que ha subido a los (andamios) altares. Mejor, no ha subido porque en ellos estaba. Esos son los altares donde le encontraremos, y en los que queremos dejarle. Pero, siempre, rodeado de Hermanos... y de niños y jóvenes, levantando entre todos el edificio de una educación según su pensamiento original y fiel a las demandas del momento presente.
Marcelino Champagnat, ahora más que nunca, es de la Familia Marista. Pero, al mismo tiempo y paradójicamente, es ahora más de todos. De ser patrimonio casi exclusivo de los Maristas, pasa a serlo también de toda la Iglesia y de todo hombre de buena voluntad que en él descubra un estilo de vida válido. En el mundo del espíritu, el patrimonio compartido no mengua, sino que aumenta y se enriquece de matices. Los matices que tú y yo aportemos con nuestra personalidad moldeada en la escuela de Marcelino.
¡San Marcelino Champagnat, inspira y acompaña nuestro camino, robustece nuestro empeño, reaviva nuestra fidelidad! ¡De la mano de Santa María, la Buena Madre y Recurso Ordinario!
Hermano Luis Martínez Chasco
(Provincia Marista Norte, España)