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Mi Amigo Juan, hijo de Zebedeo

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Es difícil vivir en estas tierras. Hay desiertos y vergeles, cumbres y hondonadas, ríos y lagos con agua en que abunda la vida y un gran lago extraordinariamente salado en el que la vida es casi nula al que denominan El Mar Muerto.

Por eso sus habitantes tienen esas cualidades, o aceptan al extranjero con gran afecto o lo rechazan con inmenso odio.

Mi padre llegó a Jerusalén desde Roma para realizar herrajes para un palacio, pero encontraron sus obras de gran calidad y le encargaron varios trabajos que lo convencieron que sería conveniente instalarse en esta ciudad tan sagrada para los habitantes de Israel.

No fue fácil convencer a la familia, pero nos trasladamos a Jerusalén y mi padre instaló un gran taller de herrería en que ocupó artesanos israelitas y artesanos romanos. Tuvo que hacer grandes esfuerzos y logró que trabajaran y vivieran en armonía. Además de los herrajes elaboró herramientas, diferentes piezas para máquinas usadas en el campo y en la pesca, reparación de elementos de acero para los romanos y para los israelitas. La imparcialidad ante la posición política de ambos bandos le granjeó gran aprecio en personas tan diferentes.

Mi padre me envió a estudiar los mejores aceros a Roma y a Iberia y los productos que se podían hacer con las nuevas técnicas de forja. A mi regreso realizamos grandes mejoras y comenzamos a elaborar elementos más finos. A raíz de los cambios mi padre me dejó a cargo de los talleres y él se dedicó a las ventas.

Un día me avisaron que un joven preguntaba por mí, al comienzo no lo conocí y después lo recibí con un gran abrazo, era Juan el hijo de Zebedeo. El encuentro nos produjo una gran alegría.

Hace algunos años con mi padre íbamos a vender nuestros productos al Mar de Galilea y los campos que lo rodeaban. En Cafarnaúm conocimos a Zebedeo que tenía varios botes para la pesca y trabajaba con sus hijos y varios ayudantes. Mi padre a través de los negocios trabó una gran amistad con Zebedeo.

En ese tiempo yo era un joven y con Juan uno de los hijos de Zebedeo salíamos en un pequeño bote a pescar. Juan era un niño de gran habilidad en la pesca, en remendar redes, en hacer nudos muy firmes, pero que se podían desarmar con facilidad aunque estuvieran mojados. Juan sabía leer y escribir por lo que era muy respetado ya que la mayoría de las personas no podía hacerlo. Nos convertimos en amigos y le enseñé el manejo de los números.

Ahora Juan era un joven,  me impresionó su prestancia y la gran serenidad que emanaba. Me contó que hacía tres años había conocido a un rabí que con sus enseñanzas le había transformado la vida y que con su hermano Santiago habían decidido seguirlo. Habló con admiración del maestro de nombre Jesús que les daba hermosas enseñanzas, que realizaba grandes milagros, que siempre hablaba de la paz y la comprensión entre las personas y que se debía amar a todos como hermanos incluso a los enemigos. Tanta maravilla me describió que le solicité que me permitiera conocerlo, Me invitó para el primer día de la semana en que entraría Jesús en Jerusalén, después del sábado de descanso.

Ese día había mucho ajetreo en la calle principal, había muchas personas con ramas de palmera, con ramos de flores y esperaban con gran alegría a Jesús para recibirlo como un gran personaje, según me informaron. Juan me recibió con gran amabilidad y me condujo a un grupo de personas donde estaba su hermano Santiago que me saludó con gran alegría. Me presentaron a Pedro, a Andrés y a María de Magdala que me acogieron con afabilidad, se podía apreciar que Juan les había informado de nuestra amistad.

Nuestra conversación se interrumpió por un gran bullicio y ahí lo vi por primera vez. A pesar que sólo venía montado en un burro tenía la prestancia de un rey. Me miró, sentí que había visto mi alma y que con su mirada bondadosa sabía todo sobre mí. En ese momento entendí porque la gente lo seguía y lo escuchaba con tanta fidelidad. Había tantas personas que no pude acercarme, pero sentí que mi vida había cambiado para siempre. Entendí porque Juan y el grupo que me había presentado lo seguían a todas partes desde hacía tres años.

Se acercaba la Pascua que era una festividad muy sagrada para los israelitas, conmemoraba la salida de la esclavitud en Egipto y sería el sábado que se aproximaba. Había comenzado  la llegada de peregrinos y en esos días llegaban muchas personas a nuestros talleres para adquirir herramientas y piezas de acero para llevar a sus ciudades. Estuve muy ocupado y no compartí con Juan hasta que el jueves en la noche me envió un mensaje, a Jesús lo habían apresado y lo estaban juzgando. El mensajero me condujo al palacio de Caifás el Sumo Sacerdote. Juan me narró los sucesos de esa noche. Habían apresado a Jesús después de la cena pascual y lo habían llevado al palacio de Anás y luego lo trajeron ante Caifás que había reunido al Sanedrín y estaban interrogando a Jesús. Juan que conocía a Caifás decidió entrar al juicio y logró que yo también entrara. A lo lejos vi a Pedro que después de algunos diálogos con los que estaban reunidos en el patio se alejó y tuve la sensación que iba llorando. Durante el juicio se presentaron diferentes testimonios contra Jesús, pero había grandes contradicciones entre ellos como ocurre con los testigos falsos.

Acompañé a Juan a los diversos juicios y me percaté que todos los cargos eran ficticios y que se trataba de una maniobra política para asesinar a Jesús. Todos los intentos que hicimos fueron en vano. Parecía que la sentencia estaba decidida desde el principio. Lo más desilusionante era que sus apóstoles habían desaparecido y todos los que lo habían recibido con ramos el primer día de la semana se habían retirado y muchos ahora, dirigidos por manos ocultas, estaban contra Jesús.

 Fue tan larga y deficiente la presentación de cargos que Caifás decidió interrogarlo, pero Jesús no respondía hasta que le preguntó: ¿Eres tú el Mesías, el hijo de Dios Bendito?. Jesús le respondió: Sí, yo soy.

Hasta ese momento llegó el juicio porque Caifás se indignó y consideró una blasfemia lo afirmado por Jesús y ya no necesitaba testigos. Lo envió a prisión y citó al Sanedrín de madrugada para presentar los escritos de la acusación ante Poncio Pilato. Jesús presentaba varios golpes en su cara y los soldados del Sumo Sacerdote lo siguieron golpeando cuando lo trasladaban a la celda.

Juan estaba muy cansado y preocupado por la condena de Jesús. Fuimos a descansar a mi casa. Muy temprano, como ciudadano romano y amigo,  fui a plantear la situación a Claudia Prócula, la mujer de Poncio Pilato. Ella había conocido la bondad de Jesús, sus curaciones y sus milagros y decidió pedirle a su esposo que lo salvara de la muerte.

Notamos los esfuerzos de Pilato para librar a Jesús de la muerte, desde el comienzo lo consideró inocente ante los sacerdotes y la turba que lo acusaban. Cuando supo que Jesús era de Nazaret lo envió a Herodes  que tenía jurisdicción sobre Galilea. Él quería conocerlo y que exhibiera milagros en su presencia, pero Jesús permaneció en silencio y Herodes decidió enviarlo nuevamente a Pilato.

Durante la fiesta de la Pascua, todos los años se soltaba un prisionero. Pilato quiso soltar a Jesús pero la multitud pidió que soltara al revolucionario Barrabás.

En un último esfuerzo Pilato ordenó que lo azotaran, lo que no se hacía con ningún condenado. Lo flagelaron dos sayones con látigos flagrum de tres correas con bolitas de plomo que se hundían en la piel y la arrancaban. Le dieron cuarenta menos un azote que le produjeron ciento veinte heridas. Para burlarse de este rey, los soldados tejieron y colocaron una corona de espinas en forma de casco como usaban los reyes, su desnudez la cubrieron con una capa roja y como cetro le pusieron una caña en sus amarradas manos.

Pilato presentó a Jesús, en esa forma deplorable, a la poblada para que se compadecieran, pero estaban tan enardecidos que pidieron la crucifixión. Entregó a Jesús, a pesar que estaba convencido de su inocencia. Los soldados le sacaron la corona y la capa roja, le pusieron su túnica blanca y le colocaron nuevamente la corona de espinas provocando más heridas. Trajeron un patíbulo que era el pesado madero horizontal de la cruz lo amarraron a los brazos de Jesús y se inició el camino hacia el montículo en que se realizaban las crucifixiones que tenía forma de calavera. Jesús tuvo varias caídas de bruces azotando su cara en el suelo y el peso del madero contribuía a exaltar el dolor. Jesús estaba tan débil que podía fallecer en el camino. Los soldados desataron el madero de sus brazos y obligaron a un hombre de Cirene que lo llevara. Juan, que caminaba a mi lado, estaba muy triste y descompuesto, no podía soportar el trato que daban a su maestro, pero tenía fortaleza para ayudar a María madre de Jesús

En el montículo estaban los estipes o maderos verticales de las cruces. Pusieron el patíbulo en el suelo y perforaron el madero para colocar los clavos. Extendieron a Jesús sobre el madero y clavaron su muñeca izquierda, luego harían lo mismo con su muñeca derecha, pero la perforación estaba fuera de lugar, amarraron la mano derecha y tiraron con fuerza la cuerda para que el clavo se ubicara  en la perforación, se oyó un ruido sordo por la dislocación del hombro derecho. Subieron el patíbulo con Jesús colgando de él y lo colocaron en el estipes que tenía una espiga para encajarla en el hueco que tenía el patíbulo, luego en el vertical pusieron el pie izquierdo sobre el derecho y los atravesaron con un solo clavo. Fue muy penoso porque los clavos fueron elaborados en mis talleres, se hicieron para construir y no para torturar, pero los humanos siempre desvirtúan las cosas y las convierten en armas. El tiempo que estuvo colgado en la cruz se nos hizo interminable. Habló varias veces, le pidió a Juan que acogiera a su madre ahí presente. Con su mirada serena a pesar del sufrimiento me pidió que la cuidara, pero no supe a qué se refería. Siguió con su intenso sufrimiento hasta que entregó su espíritu. Cuando vieron que estaba muerto le colocaron un pañolón o sudario en la cabeza y lo sujetaron con alfileres. Un soldado clavó la lanza en el costado derecho, salió sangre y agua y quedó  certificada la muerte

José de Arimatea fue a reclamar el cuerpo ante Pilato quien se lo concedió. Sacaron el clavo de los pies y luego se bajó el travesaño de la cruz en que colgaba el cuerpo de Jesús y en el suelo se sacaron los clavos, el sudario y la corona de espinas.

Llevamos el cuerpo hasta un jardín cercano en que había una sepultura excavada en la roca que pertenecía a José de Arimatea. Tenía una cama de roca, sobre ella pusieron una larga sábana de lino nueva, colocaron el cuerpo sobre ella y amarraron la cabeza para mantener cerrada la mandíbula con el sudario que tuvo en la cruz. Se dobló la sábana sobre la cabeza y se cubrió la parte frontal de cuerpo. Juan amarró la sábana con unas vendas en forma de cintas con los nudos característicos que yo conocía. No se lavó el cuerpo ni se le colocaron los productos que trajo Nicodemo porque había llegado el atardecer y estaba a punto de empezar el Sábado de la Pascua. Se cerró el sepulcro y todos nos retiramos con gran amargura y la sensación de fracaso.

Pasó un sábado gris y sin esperanza. Las fiestas fueron las habituales, pero no participé. El conocer a Jesús me había cambiado la vida.

El primer día de la semana el sol estaba esplendoroso. Me levanté temprano y estaba en el jardín de mi casa cuando oí gritos de mujer que corría. Me asomé a la puerta y alcancé a ver a María de Magdala. Pensé que algo extraordinario había sucedido. Unos momentos después oí otra carrera salí y me encontré con Juan y Pedro que corrían colina arriba. Los seguí hasta el sepulcro de Jesús que estaba abierto. Entró Pedro después Juan y yo. La sorpresa fue enorme. Vimos la sábana y las vendas con sus nudos en la misma forma que las dejamos, pero estaban aplanadas, se habían desinflado con excepción de sudario que estaba enrollado en su lugar. El cuerpo de Jesús se había volatilizado y salido a través de la sábana. Juan estaba repuesto de su gran tristeza porque vio y creyó hasta ese momento ni él ni Pedro habían entendido bien el mensaje de Jesús.

Le pedí a Juan que escribiera este momento sublime y todas cosas que le había  enseñado el Maestro. Me prometió que lo haría. Ellos no atinaban qué hacer con la sábana. La ley les prohibía tocarla. Pero como ciudadano romano yo podía hacerlo, la tomé y después de enrollarla la escondí bajo mi túnica y fuimos a mi casa. En ese instante comprendí el mensaje de Jesús cuando me pidió que la cuidara, se refería a la sábana. Descansamos de las carreras y de las emociones y procedí a abrir la sábana la estiré completamente sobre una mesa y con sorpresa descubrimos las imágenes de Jesús frontal y dorsal unidas por la cabeza. Después de largo y respetuoso silencio, acordamos que no se diría nada sobre la sábana por el peligro que corrían de los apóstoles ante la ley judía y que la sábana se guardaría en mi casa hasta que tuvieran un lugar seguro para esconderla. Después de unos meses vino Juan con Judas Tadeo y se llevaron la sábana porque tenían un lugar seguro donde guardarla y posteriormente Judas Tadeo la llevaría a Edesa.

Todos los días de mi vida recordé la imagen de la sábana y el privilegio que tuve al custodiarla. Por muchos años tuve correspondencia con Juan que vivía con María la madre de Jesús. Así supe que estaba escribiendo sus vivencias al lado del Maestro y que relataría la resurrección.

 

 

Colaboración del exalumno José Marchetti Patiño

Egresado en 1959

Ingeniero Mecánico

Sindonólogo

Estudioso de la Sábana Santa o Síndone

 

Agradecemos a nuestro querido amigo y hermano exalumno José Marchetti Patiño por su colaboración con esta impactante narración sobre el origen y contenido de la Sábana Santa, que nos ayuda a conocer más a Jesús.

 

 

 

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